Carta abierta a los abogados del buen hablar
Por:
Rubí Véliz Catalán
Pocos días han pasado
desde que una amistad de facebook tuvo a bien enviarme un mensaje donde me
decía: «usted se expresa bien por escrito, pero la escuché hablar y me espanté.
Deja mucho que desear en cuanto a su vocabulario, tanto en redes sociales como al
expresarse. No es lo que se espera de una persona dedicada a las letras…».
Al final del mensaje
aleccionador quedé exhausta. Me encontraba frente a un manual de las buenas
costumbres que todo literato debería practicar para que su producción merezca
la atención de los lectores, dada la conservación y el cuidado de su selección
de palabras en todo ámbito. Estaba comiendo al momento de leer el mensaje, y
sentí que debía bajar los codos de la mesa y pedir perdón por no haber dado
gracias por cada bocado.
No reí y tampoco me molesté.
Entendí que el conductismo ha pegado duro. Desde Arzú diciéndonos cómo ser
“buenos chapines” con sus mantas baratas con las que ha forrado la sexta
avenida y el servicio de transporte público, hasta los programas de radio,
televisión y redes sociales ofreciéndonos bufés matutinos de optimismo de
cuarta para enmascarar esclavitudes autoimpuestas que obligan creer que el ser
competitivos, proactivos y complacientes –y usar el lenguaje con pulcritud– nos perfila como personas en cuyo criterio
literario se puede confiar.
Claro, lo que los
abogados ortodoxos de la buena conducta no nos dicen es que reprimirse es
peligroso. Que la violencia pasiva es un mecanismo de control que permite a la
política sucia dormir por las noches mientras usted –sí usted, quien dicta
sentencia contra quienes elegimos palabras fuera del alcance de su tolerancia–,
se cuida mucho de ensuciarse los ojos u oídos con nuestra desfachatez.
No somos malcriados, mal educados, soeces o corrientes: somos usuarios del dialecto castellano. La maldad de las palabras no está en quien las dice. Aquí no vale el puritanismo idiomático, el problema va más allá de un comentario que incluya una palabra incómoda.
Caminar cada mañana por
el parque central, ver niños malnutridos durmiendo en las aceras, darle el
golpe al olor a basura en cada rincón de la ciudad (pese al pago del ornato y
las caricaturas moralizantes medievales de la Municipalidad) es una realidad
mierda, así con todas sus letras.
Al estudiar literatura o
cualquier otra disciplina no estamos comprometiéndonos con las taras puritanas
de unos pocos que no saben para qué sirve el lenguaje, ni la literatura y que
no imaginan que el gran Francisco de Quevedo al escribir Gracias y desgracias del ojo del culo (sí, en el Siglo de Oro
español se decía culo) hablaba de las bondades físicas de las que goza el ojo
del culo. Y mejor ni mencionar a otros escritores –hispanohablantes o
anglohablantes– cuya propuesta estética en el lenguaje literario transgrede lo
tradicional, porque al hacerlo caemos a los criterios de siempre: es muy mal
hablado, no me gusta por ordinario, no es necesario hablar así. ¡Bah!
Elegí una carrera en el
estudio de las letras y el lenguaje. Si hubiera querido aprender buenos modales
habría ido a un convento o bien viajado en el tiempo a para comprarme La Guía de la buena esposa y así
aprender a hablar como una dama. Qué se yo. Lo único justo acá es la distancia.
¿No le gustan mis palabras? No seré yo quien me quite de su camino en busca del
iluminismo idiomático. ¿Le decepcioné? No me culpe a mí. No se obligue a
leerme, no me escuche, suprima mi existencia virtual de la suya. Siga
derribando los peones que al fin y al cabo abundan en las redes. Siga mandando
mensajes pulidísimos y sobreeditados para mandarnos a todos a la mierda.
Comentarios
Publicar un comentario