Entre Hedonistas
El
21 de abril de 2016 cumplí 28 años. Recuerdo ese jueves con dificultad, aunque
tengo muy presente el calor desértico que apadrinaba ese día de verano. Lo
recuerdo porque siempre he sentido una intensa aversión por el calor. Y aunque
la cerveza sepa mejor durante esta época del año, en definitiva el frío es lo
mío. Entre abrazos y felicitaciones lejanas, no hubo mayor evento digno de
recordar. Ese día no recibí regalos materiales. Pese a que tampoco los anhelaba
con ansias, pensé a ratos –tal y como para cualquier lector es inevitable
pensar el día de su cumpleaños– que un libro más para mi colección no habría
sobrado. Pero ese libro nunca llegó y el día terminó sin pena ni gloria.
Casualmente, ese mismo día por la tarde se presentó en la “Casa Pensativa” en
la Antigua Guatemala el libro de Vania Vargas Después del fin, que no
leí sino hasta hace unos días atrás: exactamente once meses y veinte días
después de su presentación. Me habría gustado regalarme el libro aquella fecha,
pero nunca supe de su existencia; así son las causalidades.
Debo
aclarar que soy mala lectora de cuentos cortos. Siempre lo he sido porque el
bautismo literario lo recibí de las novelas largas fantásticas, esas
narraciones maratónicas que en su momento me invadieron de personajes
convulsos. Es un fetiche intelectual malsano que me ha hecho perderme de mucho.
Pues bien, mi acercamiento con la literatura guatemalteca comenzó con los
clásicos que el sistema educativo guatemalteco da por sentado que deben leerse
como parte de una catequesis cívica: José Milla, Virgilio Rodríguez Macal,
Miguel Ángel Asturias, etcétera. Deben leerse, claro está, pero a una edad
propicia para su comprensión. Con el tiempo superé el marasmo de lo lejano y lo
indescifrable y comprendí lo que en mi adolescencia no pude. Maduré como
lectora y deduje que los peregrinajes históricos necesarios para acercarnos a
una valoración somera de la evolución de la literatura guatemalteca no son
cortos como tampoco son finitos. En algún momento de ese recorrido formativo
conocí la obra poética de Vania Vargas. Su producción narrativa me era ajena
hasta que leí Después del fin.
Previo
a describir mis apreciaciones acerca de este libro de cuentos, me parece
pertinente señalar que la escritora quezalteca Vania Vargas se inscribe dentro
del grupo de escritores guatemaltecos de posguerra, una etiqueta que no vendría
mal superar desde ya, dado que lejos de ser justa es reduccionista par los escritores que
evolucionan y cuyo estilo continúa puliéndose. Este grupo de escritores
enfrascados en la posguerra son definidos a partir del divorcio de la estética
del conflicto armado, de las ventajas de su autopromoción virtual y demás
particularidades. Si bien es así, no puede negarse que las corrompidas
condiciones sociopolíticas y la hibridación cultural que deja en ellos la
posguerra fueron propicias para que tuvieran la oportunidad de proponer un
estilo de parteaguas para la formación de un lector distinto; un lector un poco
más alienado, menos comprometido y ligeramente mecanizado por la evasión de la
pesadez de una sociedad fallida que firmó un tratado equívoco a finales de
diciembre de 1996, como parte de una farsa pública donde se terminó de repartir
el poder en los sectores de siempre.
Después
del fin de Vania
Vargas es un libro difícil de etiquetar y las razones no son pocas. En primer
lugar, la portada es perturbadora. Es una de esas portadas ajustadas al
desquicio y aislamiento de los personajes libro adentro. En ella, la pintura en
acuarela de una niña (sin rostro) sentada al borde de una ventana: una estampa
aparentemente inocente. La niña vestida de negro, descalza e ingenua, se sujeta
a sí misma al borde del precipicio de lo que bien podría ser una casa
cualquiera, un departamento de ciudad o un hospital. Todo sucede mientras el
sol que la envuelve derrama la sombra de sus piernas cortas sobre una pared
pintada de un monstruoso amarillo pálido; así lo dispuso atinadamente la
artista guatemalteca Andrea Mármol. El estatismo de la figura infantil en
contraste con la intención de ser tragada por el vacío se compagina con las
tribulaciones de cada personaje de los cuentos de Vania, cuya cordura es
limitada.
En
segundo lugar, el título: «Después del fin». ¿Hay un después una vez llegado el
fin? Y si lo hay ¿No es entonces un principio? ¿No hay un desfase semántico o
un acertijo metafórico que la autora formuló para que los lectores poco sagaces
como yo nos hagamos preguntas para las que no existe una respuesta
satisfactoria? A mi juicio, esa combinación adverbial, lejos de ser antojadiza
es bilateral, es decir, hay un después o no lo hay dependiendo de la comunión
momentánea del lector con cada uno de los personajes. Una comunión de
cohetillo, pero comunión al fin y al cabo. Algo así como el acercamiento fugaz
entre extraños que coinciden efímeramente en el mismo lugar, al mismo asunto
pero con destinos distintos.
Tercero,
la estructura. Después del fin se compone de 20 cuentos cortos, escritos
en clave de horario. Con una hora específica como preludio, los cuentos son pequeñas
estampas que bien podrían ser los encabezados de una noticia amarillista o una
conversación de tortillería. Cinco de los cuentos son diurnos; este pequeño
recurso estilístico da al lector una pauta de que Guatemala es un país vespertino y noctámbulo donde
cualquier cosa puede pasar una vez la aguja del reloj supere el pasado
meridiano, con algunas excepciones fortuitas que aparecen mientras se agotan
las páginas. Nos encontramos con 20 historias narradas en un lapso de 24 horas,
inconexión que permite al lector asirse a algunas y desechar otras. Al fin y al
cabo, el libro está escrito, como lo dije antes, para un lector desterrado. Me
identifiqué tal cual.
Como
lo mencioné, conocí a Vania desde su poesía y siempre tuve la sensación de leer
a una narradora. Me acomodo mejor a ella de esa manera. Llegué a esta
conclusión después de evaluar el estilo narrativo de Después del fin,
donde hay una plena ruptura con las estructuras del lenguaje conservador
literario, una renuncia a los esquemas lingüísticos estáticos donde muchas
veces el lector queda empantanado. Y pese a que su poesía goza también de las
mismas cualidades formales, es en la narrativa donde estas conviven con mayor
justicia con los personajes, con los ambientes y mayormente con los asuntos en
particular. En otras palabras, me quedo con su narrativa, por mucho.
Ahora
bien, hay cuentos cortos del libro en los que me gustaría estacionarme por
razones de carácter especial. «Open/lock» es el primero: una mujer que va tarde
a su destino queda atrapada en su vehículo y tras varias contorsiones circenses
logra abordarlo hasta que un hombre en motocicleta golpea tozudamente el vidrio
del piloto con la cacha de una escuadra. ¿Le es familiar? A mí sí. Nunca lo he
vivido, pero lo he visto pasar desde el autobús, desde la acera, desde el
asiento del copiloto en otro vehículo. Imagino que al ritmo que van girando las
caras del dado, no faltará mucho para que me suceda. Luego del hincapié
vivencial, quiero resaltar que este cuento tiene una solidez argumental
superior, a mi entender, por su intención de desdibujar un escenario
predecible, cuyo final dudoso resulta ser inesperado. El hipotético final lo
dejo a juico del lector.
Por
otro lado «El sacrificio» es un triple asesinato, con un cadáver atardecido. Un
hombre alcohólico con una pierna gangrenada, una madre que eleva plegarias por
el alma de su hijo (la autora intelectual del crimen) y un segundo hombre que
aniquila al apestado. “Teníamos que dejar de sufrir”, dijo el verdugo. La
angustia de tres es silenciada por un sonido sordo de plomo cruzando el despojo
podrido de un hombre. En 23 líneas hay distintas muertes; la muerte de la fe en
un poder superior, por ejemplo, así como se mueren las ganas de vivir, la
muerte de una madre, que irónicamente sigue siendo madre pese a haber perdido a
su hijo. Es curioso el lenguaje: el hijo que pierde a su madre se transforma en
huérfano, pero la madre que pierde al hijo sigue llevando el estandarte de
madre incluso sin este; incluso si esta urde junto con otro hombre (que no se
sabe si es el padre o no) librarlo de su carne en
el nombre de Dios, sin manchar de sangre ardiente sus piadosas manos
maternales.
Asimismo,
«La promesa» es, desde lo ordinario, el cuento de todos los días, o en dentro
del libro, el cuento de todas las noches. El transpirado niño desterrado aborda
el autobús en busca de piedad y perdón en forma de dinero. Su cuerpo lo adorna
una sentencia bíblica con olor a promesa milenaria, misma en la que creyese en
su momento la madre que lo parió, que lo dejó, que lo vio partir, o que el
padre que lo engendró y que lo abandonó. Extrañamente, este cuento que ofrece
la mendicidad infantil extranjera como un asunto por tratar propio de la
literatura de la posguerra, es al principio contemplativo y distante. Tuve mis
prejuicios acerca del final. Esta limitación que preludiaba al principio una
decepción alegórica se rompe en las últimas cuatro líneas que declaran que “Una
promesa que nos condenaba a todos, una promesa de miseria infinita que un
momento después bajó del autobús, y caminó sin prisa, bajo la lluvia, mientras
afuera oscurecía”.
Así
como los gatos y la figura de la madre distante son motivos recurrentes en la
poesía de Vania, en Después del fin los autobuses son escenarios a
través de los cuales el lector se conecta con su yo social, con su naturaleza
desvalida y anuente a la debacle que alimenta la nota roja dentro de esos
rodantes ataúdes colectivos. Espacios dinámicos y acelerados donde, aunque sea
probable, conocer un nuevo amor, ver a un niño dormir sobre el regazo de su
madre u observar a una persona leyendo un libro ya no son escenarios posibles.
En relación con lo anterior, me parece que los buses como recurso literario son
utilizados por la autora abiertamente para enmarcar los falsos vínculos de los
protagonistas que convergen sin intención y se transforman en cómplices.
De
la misma forma, sucede a las 3:20 p.m. en «Invitación al juego», un cuento
donde una mujer joven (o no tan vieja) juega a desdoblarse en otras cambiándose
el nombre, la nacionalidad o la profesión. No es un personaje que sufra de
desorden disociativo o afección similar. No, es más bien una mujer que parte
del principio del hartazgo, de la fatiga que provocan las preguntas de los
desconocidos casuales que no volverá a ver nunca y a quienes no debe lealtad.
Hay dos nombres clave mencionados en este cuento: Virginia y Silvia. ¿Estará
Vania tratando de asociar a la multimujer de su cuento juguetón con Virginia
Woolf y con Sylvia Plath? ¿Habrá una intención de señalar en estas dos
escritoras que su genio incuestionable pudo haber sido el resultado de un
esguince psíquico? Puede que esos nombres no intenten decirnos nada como puede
que sí, pero que el nombre que elije al final para el personaje sea Lucía (¿la
Maga?), no me parece arbitrario, sino sugestivo.
Por último, «Un día de sol» a las
10:25 a.m., la hora justa cuando la tierra re rinde al calor y la piel se
ampolla al cernirse sobre ella el sopor estival. El cuento es una reflexión
acerca de las moscas y su tenacidad morbosa que las obliga a irse y volverse al
mismo lugar en un vaivén desasosegante y molesto, despertando cuanta sensación
incómoda haya ensamblada en las fobias. Pese a esto, la reflexión central del
cuento poco o nada tiene que ver con estos parásitos domésticos; se trata de
conexiones simbióticas entre el pasado evocado a través de la frescura de un
jardín familiar y un presente insolado: ambos tejidos al recuerdo de los
zumbidos fétidos de las moscas, donde estas son una invitación al rechazo del
recuerdo mismo. De esa manera, la distancia de un espacio con otro mide una
ausencia física del tiempo a su vez. Todo en un día de (endiablado) sol. Vaya,
el cuento no se ubica en Comala, pero tampoco anda muy lejos al hacer del calor
un crematorio terrenal y gratuito en temporada de calor. Personalmente lo
califico de la misma manera.
Y así podría seguir
enlistando lo bueno o lo malo de los cuentos de Después del fin hasta
llegar a mi cumpleaños 29. Pero se me agota el espacio y el pecado de la
redundancia podría hacerme blasfemar contra los principios de un comentario de
opinión. A la larga, mis apreciaciones no dejan de ser más que eso y mi
dictamen, que no es una crítica sesuda, se reduce a un esquema contemplativo
que no va más allá de lo que el lector le debe al autor una vez sellado el
trueque de creación y lectura. Una opinión que no pretende disuadir o persuadir
y que concede la última palabra a usted. Qué más da lo que yo piense, pues como
Vania Vargas lo dice citando al portugués Álvaro Campos en el epígrafe de su
libro: «Sin ti, todo seguirá igual sin ti…». Por Rubí Véliz Catalán.
¡¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS RUBÍ!!!
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