Qué enseña Hugo Chávez sobre Donald Trump y la política del espectáculo?
Por
Mucho antes de ser presidente,
Hugo Chávez también organizó concursos de belleza.
Cuando era soldado solía desarrollar
actividades culturales entre las que se destacaban las elecciones de misses.
Sobre una tarima, micrófono en mano, Chávez también fungía como animador,
guiando el concurso, motivando al público, leyendo el veredicto final. Ya su
vocación de showman latía debajo de su uniforme. Según sus
propias palabras, en estos improvisados certámenes, siempre copiaba los
procedimientos que había visto en la televisión. Esa fue su gran escuela.
Años después, en 1992, cuando intentó tomar
el poder mediante un golpe de Estado, el espectáculo mediático le envió otra
señal. Gracias a la televisión, su fracaso militar se convirtió en una victoria
política. Cuando Chávez apareció en la TV, llamando a sus compañeros a
rendirse, conquistó a la audiencia. Un minuto en la pantalla fue más eficaz y
fulminante que los tanques, las ametralladoras y las balas.
Así se inició en la política. Su origen no
está en las luchas sociales. Llegó a la presidencia sin haber ejercido nunca
antes un cargo público, un puesto de representación, un trabajo que lo obligara
a negociar con otros. Desde que ganó su primera elección (1998) hasta la última
(2012), Chávez se fue haciendo un experto en convertir el espectáculo
televisivo en una forma de gobierno.
Ahora Donald Trump le está proponiendo lo
mismo a Estados Unidos.
Más allá de las diferencias ideológicas,
Trump y Chávez comparten una misma vocación telegénica. Ambos construyen el
liderazgo con las herramientas y los procedimientos del espectáculo mediático.
Chávez aparecía todos los domingos en un show personal llamado “Aló,
Presidente”, un programa donde podía cantar, comentar la realidad o nombrar y
destituir ministros. No tenía límite de tiempo. El más largo duró 8 horas y 7
minutos.
Pero, además, Chávez podía decidir aparecer
en los medios en cualquier momento. Para eso usaba las “cadenas” (emisiones que
están obligadas a transmitir todas los medios radioeléctricos del país). Hasta
el año 2012 había realizado 2377 cadenas, sumando 1641 horas en los medios.
Como mínimo, Chávez tuvo diariamente 54 minutos de presencia protagónica en la
televisión. Su verdadera utopía parecía ser la consolidación de un
telegobierno.
De la misma manera, no se puede entender a
Trump sin la televisión. No solo por el apoyo directo que le han dado algunos
canales privados: una cobertura gratuita equivalente a 2 mil millones de
dólares.
Se trata también de su propia identidad. Su
verdadero crecimiento como personaje público se origina en The
Apprentice, un show donde él era el animador, el juez y también el
premio, y que acumuló 10 temporadas y millones de televidentes. Desde ahí
comenzó a asociar su imagen a la idea de que los problemas financieros se
pueden resolver muy fácilmente, con autoridad y en una hora de televisión. Así también
es su campaña. Para él, la democracia es un concurso, un reality
show.
Chávez y Trump son expertos en la
provocación. Saben cómo producir continuamente una noticia. Manejan bien los
falsos suspensos. Sus narrativas están más cerca de la ficción audiovisual que
del debate político. Un ejemplo elocuente es la visita de Trump a Enrique Peña
Nieto. Se mostró aplacado y diplomático en Ciudad de México y horas después, en
Phoenix, no solo dijo que México pagaría cien por ciento del muro, sino que
lanzó otro ataque feroz contra los inmigrantes. Su lógica no reside en el
pensamiento sino en la emoción. Su coherencia solo es otra variable del show.
Depende del auditorio. En el fondo, engaña en ambos lados de la frontera.
Probablemente ni siquiera él mismo sabe lo que hará. No está gobernando. Solo
está en campaña.
¿Realmente Trump puede levantar un muro en
la frontera con México? ¿Es en realidad un proyecto probable, medianamente
viable? No parece. Lo único que importa es el efecto emocional que esa promesa
despierta en la audiencia. Su única consecuencia es mediática. Trump solo busca
garantizar que el público siga —a favor y en contra— escuchando a Donald Trump.
Chávez también usaba la polémica como anzuelo. Era capaz de inventar o de
magnificar un conflicto para mantener en vilo a su público. Conocía
perfectamente el poder del lenguaje. En 2011 dijo: “Obama eres un fraude, un
fraude total. Si yo pudiese ser candidato en Estados Unidos te barrería”. Son
palabras que tienen la temperatura de un show televisivo. Donald Trump también
conoce bien esos trucos. Y tampoco tiene ningún escrúpulo a la hora de usarlos.
“El Estado Islámico honra al presidente Obama. Él es el fundador del Estado
Islámico”, dijo. No hay ni una sola idea detrás de estas fórmulas. No hay pensamiento
sino puro incendio mediático.
También su relato es muy parecido, de una
fantasía halagadora. Ambos discursos denuncian un presente injustamente
inmerecido. Ambos aluden a un pasado heroico. El primer spot televisivo de Trump ofrece el regreso
a un supuesto pasado “seguro”. Trump promete como futuro la versión
hollywoodense de la Segunda Guerra Mundial.
Chávez siempre propuso una vuelta a la
épica de la guerra de independencia. Tanto que, incluso, le cambió el nombre al
país y ahora somos la República Bolivariana de Venezuela. La premisa es la
misma: existe un destino de gloria que nos ha sido arrebatado por una fuerza
enemiga. Es un cuento esquemático pero muy eficaz: somos los mejores y debemos
recuperar nuestros tesoros. También es un cuento peligroso: legitima la
violencia.
Los discursos de Chávez y de Trump
constantemente proponen la posibilidad de que la violencia sea la mejor
solución para ciertos conflictos. Más allá de sus controversiales declaraciones
sobre Hillary Clinton y la segunda enmienda, son muchos los ejemplos de Trump
expresando incluso sus propias ganas de golpear a un adversario. Chávez hizo de
la amenaza una rutina. Siempre recordaba que su revolución era “pacífica pero
estaba armada”.
Un carisma como el de Chávez o Trump
también es un síntoma. Reflejan lo que está en sus propias sociedades. Chávez
surge en un país que había cultivado la certeza de ser un país rico pero que
vivía en la pobreza. Un país con una larga tradición militarista, deseoso de
soñar con un caudillo que llegara a distribuir equitativamente el botín
petrolero.
De igual forma, el éxito de Trump también
habla de su país. O al menos de un sector de su país que vive con incomodidad
las consecuencias de la crisis económica y la globalización. Habla de un país
que se ve a sí mismo como un país blanco, contaminado por la experiencia
extranjera, sobre todo latinoamericana y árabe. De un país que se siente
seducido por la intolerancia.
Tanto Trump como Chávez representan el
espejismo de las soluciones mágicas. Son los nuevos caudillos mediáticos.
Contagian la idea de que los problemas sociales tienen salidas fáciles y
rápidas. Ambos representan la coronación de la frivolidad mediática, el triunfo
de la televisión sobre la política. Se trata de una locura tentadora.
En Venezuela, las consecuencias de haber
optado por un caudillo mediático son evidentes: los pronósticos de inflación
para el 2016 superan el 700 por ciento. Casi 2 millones de habitantes han
debido emigrar. La ONU ha confirmado que nos encontramos al borde de una crisis
humanitaria. Ya sabemos que elegir a Chávez significó elegir la destrucción del
país.
Donald
Trump organizaba concursos de belleza y ahora quiere ser presidente.
Alberto Barrera Tyszka es escritor y guionista de televisión. Es coautor de la biografía "Chávez sin uniforme". Su más reciente novela es "Patria o muerte", obra ganadora del premio Tusquets de Novela 2015.
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